miércoles, 31 de diciembre de 2008

Como terapia... el mar.


Con las sandalias en la mano, Carmen caminaba por la orilla del mar. La arena húmeda le hacía sentir escalofríos. Miraba el océano como tratando de descubrirse en esa inmensidad. Las gaviotas revoloteaban cerca de ella. El sol se empezaba a esconder. No quería ser cómplice. Carmen se había escapado de la ciudad. Luego de un día más de oficina, se había subido a su auto y había manejado hasta llegar a la costa.
Se sentó en la arena, tibia todavía. Había sido una tarde luminosa que ella no pudo disfrutar. El murmullo de las olas la colmaba de serenidad. Miles de pensamientos pasaron por su mente. Pocos, felices. Se puso de pie una vez más y se dirigió al muelle de pescadores. Desde pequeña le había fascinado la vida de los hombres de mar. Los barcos, el puerto y la pesca del día. Sus ojos se detuvieron en un hombre de mediana edad con la piel muy bronceada. Carmen pensó que su vida sería el mar.
Martín estaba recostado en la baranda del muelle mirando fijamente su caña. Tenía un equipo de pesca impecable. Nadie podía tocarlo. En su casa había dado órdenes estrictas al respecto, aunque en más de una ocasión encontraba un pequeño desorden. Alguno de sus niños habría pasado por allí. Martín disfrutaba esas escapadas, a solas. Él y el mar. Los preparativos eran un ritual. Comenzar a pescar era el inicio de volver a sus cabales. Le gustaba pensar que con la pesca reemplazaba a cualquier sicólogo. Claro que una vez, tuvo que recurrir a uno. Fue cuando se produjo el cambio de dueños en la compañía donde trabajaba. Dr. Enrique Ledesma se llamaba.
Enrique estaba agotado de los problemas de los demás. Él contenía a todo el mundo. Nadie lo contenía a él. Ese día se había levantado dispuesto a darle un vuelco a su vida. No estaba muy seguro qué iba a hacer. Sí sabía que algo tenía que cambiar. No quería volverse loco. Ninguno de los especialistas, que él consultaba le indicaba como manejar esta crisis. Claro que en la búsqueda del indicado conoció a una mujer que le hizo ver la vida de una manera diferente. Mariel era muy especial. Tuvieron una relación efímera pero inolvidable. Enrique no la había vuelto a ver.
Mariel trabajaba como secretaria de un sicólogo muy renombrado. Sus pacientes eran todos personajes conocidos. La confidencialidad era esencial. Le gustaba su trabajo. Estaba habituada a escuchar los problemas serios que tenía la gente. Aquello, de alguna manera, minimizaba los propios. Aunque ella era solo la secretaria, las personas se le acercaban y le confiaban sus secretos. Mariel los escuchaba pero no emitía opinión. Ella tenía, claro, sus propios dilemas; se había divorciado hacía ya tres años. Una relación enfermiza la llevó al borde de la locura. Relación que trató de sostener con ahínco pero no resultó. Pensaba que remontar un vínculo era tarea de dos.
Eran las seis de la tarde y el bar estaba lleno de gente. Ronda de amigos contando anécdotas. Chicas riendo. Jorge estaba sentado en la barra haciendo caso omiso al ruido que lo rodeaba. Miraba fijamente su vaso de whisky. La luz tenue y el cansancio lo hacían entrecerrar sus ojos. Después de su divorcio no había logrado tener ni una sola relación estable. Esa noche prefirió estar solo. No llamó a ningún amigo. No invitó a ningún compañero de oficina a tomar un trago. Estaba convencido que su problema era su inseguridad. No creía en la ayuda de los especialistas. Si pensó que, tal vez, un atardecer a la orilla del mar le podría hacer mucho bien.

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