domingo, 21 de junio de 2009

Silencios Compartidos


Cuando abrí los ojos lo primero que deseé fue dormirme de nuevo para tener un sueño. Un mal sueño. Ese que ninguna mujer quiere tener. Pero lamentablemente me había despertado a la realidad y los primeros fríos del otoño aún no llegaban. Igual me sentía destemplada.
La noche anterior esperé y esperé, tanto como mis ojos me lo permitieron. Media noche, una, dos, tres de la mañana. Escuché las puertas de un auto. Supuse que era él pero me equivoqué. Luego me quedé dormida.
Llovía. Las gotas de lluvia caían en pequeñas cascadas en la ventana de la cocina. La abrí solo un poco para sentir el olor a tierra húmeda. Ese aroma se confundía con el de las flores que todavía había en mi jardín aunque ya no era primavera. Mientras preparaba el café comencé a recordar nuestros días felices. Cuando nos conocimos. Nuestros sueños juntos. Nuestros proyectos. Escuchar el bullicio de los niños, caminando hacia la escuela, me trajeron de vuelta a la realidad.
Sonó el teléfono. Caminé rápidamente a atender y mil imágenes se apoderaron de mi mente. Temía no poder hablar con él pero al levantar el tubo me di cuenta de que no era él. Entonces escuché la voz de un llamado dando cuenta de un sorteo de un vehículo. Toqué mi corazón: sentía taquicardias. Era demasiado. No podía seguir viviendo así.
Su perfume lo anunció. Abrió la puerta sigilosamente como si fuera la medianoche. Yo estaba sentada en la cocina, paralizada. Fue entonces cuando me volví a enamorar. Su esencia era tan fuerte que me hacía perder el hilo de mis pensamientos. Se dirigió directamente al cuarto. No me atreví a llamarlo. Lo esperé. Esperé que se aproximara. Que me saludara como si nada hubiese sucedido. Esperé sus palabras dulces y sus disculpas.
Minutos más tarde entró en el baño. Escuché el ruido de la ducha que se confundía con la lluvia del patio. Cuando terminó de vestirse se acercó a la cocina. Estábamos en la misma habitación pero me sentía tan lejos de él. Estaba impaciente por escuchar lo que tenía para decirme. Una supuesta explicación cargada de palabras vacías y de sentimientos inventados alcanzaba mi imaginación.
Se sirvió un café y lo endulzó. Nuestras miradas se encontraron. Cuando terminó su desayuno se puso su piloto y partió. No me dijo una sola palabra. A través de la ventana lo vi alejarse y supe que lo seguiría perdonando.

sábado, 6 de junio de 2009

Esos fríos ojos claros

Sus manos jóvenes y cuidadas no le permitían asirse de las paredes. La caída era cada vez más vertiginosa. Caía.
Se despertó con un grito. Su propio grito, como tantas otras veces. El sueño se le repetía desde el primer cuatrimestre de la universidad. Se duchó rápidamente y se dirigió a su trabajo.
Había dejado de ser la mujer segura, la mujer que transmitía tranquilidad a quienes la rodeaban. Cualquier palabra fuera de tono le molestaba y vivía la situación como un ataque hacia su persona. Sus colegas de la facultad la habían notado irascible. Resultaba difícil sostener una charla de compañeros con ella.
Cuando terminó una se sus clases, se le acercó un alumno. Era alto, delgado, muy joven.
- Sé por lo que estás pasando- Le dijo sin mediar explicación alguna.
Ella lo miró asombrada y no pudo decir una sola palabra. Inmediatamente pensó en su sueño recurrente y su estado de irritabilidad.
-Se cómo son tus sueños y cómo te hacen sentir.- agregó el estudiante.
Ella lo miró. Recorrió sus cejas, su nariz, sus pómulos. Notó que sus facciones eran fuertes y agresivas. No había reparado en él en lo que había transcurrido del cuatrimestre. Ni por sus aptitudes, ni por su fisonomía. Tenía ojos grandes, claros y fríos.
- No se de que me estás hablando, y en todo caso mi función es únicamente académica- le aclaró y sin otorgar espacio para continuar al diálogo se dirigió hacia la sala de profesores.
Estaba más irritada que nunca. ¿Quién era ese muchacho? Su estado de ansiedad no le permitía pensar claramente. Tampoco se atrevía a compartir lo sucedido con otro profesor o con algún amigo. Ahora, vivía una pesadilla de noche y se preparaba para vivir otra, de día.
Caía la noche y la angustia se apoderaba de ella. Decidió prepararse algo para cenar. Abrió la heladera. Vacía. Había dejado de lado su costumbre de organizar las compras. La inquietaban los cambios en sus rutinas. Todo tenía un motivo. Entonces optó por llamar a un delivery.
Después de cenar eligió una película. Era evidente que trataba de evitar el sueño. El cansancio pudo más. Cayó rendida en el sofá del living. Otra vez la caída y en la más profunda oscuridad. Lo único que iluminaba su caída eran un par de ojos. Claros. Fríos. Amenazantes. Escuchó una voz que le decía: “No me vuelvas a ignorar”.