miércoles, 31 de diciembre de 2008

Un día en la vida de...

Me desperté cuando los primeros rayos de sol me tocaron la cara, como todas las mañanas. Tenía hambre. El día anterior no había podido encontrar nada para comer. Así que salí de mi cueva dispuesto a buscar algo de alimento. Era un día cálido de primavera, el bosque emanaba distintos perfumes. A mi paso, los animales huían despavoridos. Tengo muchos años ya y todavía no logro entender porqué me temen. Soy, simplemente, un animal más de este bosque.
Después de caminar por un largo rato, vi a una niña. Pensé en acercarme a charlar con ella y averiguar qué llevaba. Cuando lo hice, ella se asustó como los pequeños animales. Corrió. Me quedé quieto y ella se detuvo. Se acercó. Parecía más tranquila. Entonces comenzamos a hablar. Me dijo que su mamá le había contado de un animal feroz y salvaje, que vivía en el bosque. Tenía que evitar encontrarse con él. Ella no había seguido las indicaciones de su madre porque le pareció mejor seguir un lindo camino rodeado de flores. Para tranquilizarla, le dije que no conocía a ese animal. La niña me contó que iba a la casa de su abuela a llevarle unos medicamentos que necesitaba tomar. Entonces pensé que, tal vez, debía dirigirme allí para poder desayunar.
Caminé por un atajo del bosque, que conocía bien, y llegué a la cabaña de la abuela. Con engaños había logrado que la niña me dijera dónde se encontraba ese lugar. Dando un golpe certero, ingresé en la casa. Por supuesto y como no podía ser de otra manera, la señora se asustó cuando me vio.
Después de alimentarme, pensé que podría vestir el atuendo de la abuela para engañar, una vez más, a la niña que llegaría en unos minutos. Así lo hice y cuando ella llegó comenzó a hacerme preguntas dudando de mi identidad. Aparentemente era más inteligente de lo que yo creía y notó -no se cómo- que yo no era su abuelita. Gritó tan fuerte que aparecieron unos hombres. Los troncos que llevaban podían causar mucho daño. Hacían un ruido muy fuerte. Recibí golpes certeros. No lograron desmayarme. Los ojos de espanto de la niña me seguían cuando los hombres me arrastraban fuera de la cabaña. No la volví a ver.

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