miércoles, 16 de junio de 2010

Al borde de la cama


Después de escuchar esas palabras de su labios supe que yo no tenía mañana. Se fue y me quedé sentada al borde de la cama, inmóvil. Cerré los ojos y sentí que se me venía el mundo abajo. No podía pensar. Se hizo de noche y yo seguía quieta en la misma posición al borde de la cama.
La nuestra había sido una relación devastadora, difícil, agresiva. Desde el comienzo supe que sólo iba a experimentar sufrimiento. Era un hombre sombrío, perturbado, frío. Me había atraído todo eso de una manera inexplicable. No me había importado y había seguido adelante segura de poder cambiarlo, tenía esa fantasía como casi todas las mujeres. Me acercaba a él y me alejaba sistemáticamente de todos mis afectos: mis amigos, mis amigas, mis compañeros de trabajo, mis hermanos. Nadie podía entender el vínculo que me unía a “ese hombre”. Así lo llamaban todos, ni siquiera podían llamarlo por su nombre.
Sentí el peso de mis párpados y me recosté en la cama. Puse mi cabeza sobre la almohada y mecánicamente estiré mi brazo buscándolo. Sabía que no estaba allí pero tuve la ilusión de tocarlo como cuando dormía junto a mí. Me acurruqué como queriendo despojarme del frío que me brotaba en los huesos. Me pregunté si encontraría algo de calor otra vez en algún momento. Me quedé dormida. Mi sueño fue un sueño agitado, la continuación de la pelea feroz que habíamos tenido horas antes.
Unos adolescentes gritaron cerca de mi ventana. Me desperté sobresaltada. Me tomó sólo unos minutos darme cuenta de que seguía en el medio de mi infierno: él me había abandonado.
No tenía fuerza. No tenía la voluntad para incorporarme en la cama y mucho menos para tomar las riendas de mi destino, sin él. No quería seguir viviendo, sin él. No sabía cómo. Maldije a los jóvenes que me sacaron del sopor de mi sueño porque él había quedado allí en mis sueños. Peleábamos, pero estaba allí. Su arrogancia, su desgano, su falta de comprensión, su desamor estaban en mi sueño. Quería volver a soñarlo para poder amarlo como antes, como cuando nos conocimos y me cautivó.
Fue inútil intentar volver a dormirme. Con esfuerzo me puse de pie y caminé hasta la cocina. Preparé café intenso y amargo como lo tomaba él. Lo bebí. Recorrí el departamento tristemente vacío. Volví al cuarto y me acerqué al placard. Lo abrí y acaricié sus trajes, sus sweaters, sus camisas. Tomé una de sus corbatas de seda y la acerqué a mi cara: tenía su olor. Ese perfume se impregnó en mi piel, estaba enloqueciendo.
Me senté en la cama en la misma posición Me senté a esperarlo. Él iba a volver, él tenía que volver. Esperé horas interminables sentada al borde de la cama. No me podía mover. Casi me obligué a quedarme en la misma posición que cuando se fue. Él volvería y cuando por fin entrara por la puerta del dormitorio se daría cuenta del amor que sentí siempre por él.