viernes, 26 de noviembre de 2010

Silencio Sagrado

Cada día al regresar de mi trabajo visitaba la biblioteca. Siempre me sentí atraída por ese lugar. Esa sensación de orden, el perfume de los libros al abrirlos, la pulcritud, el silencio. Nada me producía una sensación de bienestar igual a la que encontraba entre esas paredes y gran parte de ese placer se lo debía a la señora María Marta.
La señora María Marta había trabajado en la biblioteca municipal desde muy joven y ahora, que ya era una señora mayor, lo seguía haciendo con la sapiencia y experiencia que le dieron los años de trabajo. Ella era sinónimo de orden y limpieza. Todas las tardes, yo llegaba, la saludaba amablemente y me disponía a disfrutar de un buen libro, tarea que me relajaba y me permitía, luego, seguir camino a mi hogar de mejor humor. Mientras tanto la señora María Marta acomodaba amorosamente los libros que regresaban los lectores no sin antes pasarles un paño que olía a lavanda.

Una tarde fría y destemplada de invierno llegué a la biblioteca como todas las tardes y abrí la pesada puerta de madera de roble para entrar. Cuando ingresé me sorprendí. Detrás del mostrador de María Marta había un hombre, joven, mal vestido y desaliñado.
Me acerqué y sin preámbulos le pregunté:
- ¿Y la señora María Marta?
- La vieja pasó a mejor vida- me respondió el joven con un desparpajo insoportable.
Me quedé tan impresionada que no pude hilar frase alguna. Entonces me alejé del mostrador para buscar mi libro y mi rincón de siempre para luego de la conmoción, intentar leer en silencio. Apenas me había ubicado para comenzar mi lectura escuché un ruido que provenía de un equipo de música. El joven que reemplazaba a María Marta había decidido irrumpir el silencio sagrado de la biblioteca con su música al tiempo que comía y bebía cerveza como si estuviera en un bar.
Fue demasiado para mí, entonces me puse de pie y me dirigí al lugar donde se encontraba este nuevo empleado y le dije:
- Está muy equivocado si cree que puede comportarse de esa manera en un lugar como este.
- Si no te gusta te podés ir- me respondió.
Entonces supe que me tenía que deshacer de él. Tomé mis cosas decidida a regresar con un plan.
Al día siguiente me desperté con la idea de ultimar al intruso porque no podía permitir que me arrebatara ese momento tan sagrado para mí. Pensé en varias opciones: veneno para ratas en el café, una torta con algún ingrediente especial, incluso pensé en algo más sangriento como utilizar un arma blanca. Como me resultó difícil decidir preparé todas esas alternativas para llevar antes de salir para mi trabajo.
Mi día transcurrió sin mayores inconvenientes, no voy a negar que estuviera algo ansiosa por la labor que me esperaba en la biblioteca. Nerviosa, no, sólo algo ansiosa. A las cinco de la tarde me retiré de mi oficina y emprendí el regreso a mi casa, tomando, el camino acostumbrado.
Frente a la puerta de madera de la biblioteca me detuve. Sentí un escalofrío en la espalda por lo que iba a hacer pero rápidamente me repuse. Debía hacer un trabajo limpio y prolijo en honor a la memoria de la señora María Marta. Me aseguré que tenía todos los elementos en la bolsa que había preparado especialmente para la ocasión. Un budín de chocolate con el ingrediente secreto sería lo más fácil de aceptar por el joven irreverente, pensé, aunque el desenlace sería lento. No estaba segura si tomaría café y si tendría acceso a él para verter algunas gotas de veneno. Así que opté por la salida más rápida y violenta. Estaba decidida a apuñalarlo: era muy flaco y esmirriado y su fuerza corporal no sería obstáculo para mí.
Abrí la puerta lentamente y me asomé para ver si había otras personas en la biblioteca. Afortunadamente estaba desierta a esa hora de la tarde. Caminé hacía el sector del mostrador. Allí, y ante mi cara de espanto, con una gran sonrisa la señora María Marta me dijo: No te asustes que no soy un fantasma. Mi sobrino Martín es un bromista.

martes, 16 de noviembre de 2010

Flotar, a pesar de todo

Me golpeaba el frío terrible del agua salada y me impedía pensar claramente. Me resultaba difícil saber cuánto tiempo había estado asida a esa tabla. Una, dos horas habrían pasado, calculé. Tal vez más. Me había aventurado al océano buscando la claridad de pensamientos que estaba definitivamente perdiendo. Habíamos discutido, corrí, sin pensar subí al bote, remé sin pausa pero las aguas impetuosas y mi impericia provocaron lo inevitable. Los últimos rayos de sol brillaban en el agua, el mar se había tranquilizado pero la marea subiría de un momento a otro y yo perdía las esperanzas de que alguien me rescatase.
A pesar de que era el mes de octubre, las aguas del Atlántico sur estaban frías, muy frías y esto es así siempre, incluso en pleno verano. Ya no sentía los dedos de los pies. Opté por moverme todo el tiempo mientras las fuerzas me lo permitieran. Mientras ejercitaba mis piernas, daban vueltas en mi mente las palabras que él me había dicho, palabras que se metieron en mi piel con la violencia de un cuchillo y dejaron una gran cicatriz. No lo pude tolerar y huí de ese lugar que había sido elegido como el refugio soñado para nuestra escapada de octubre. ¿Cómo terminé así? me preguntaba una y otra vez.
Sentí un movimiento extraño debajo de mis pies. Me asusté. Supuse que un cardumen había nadado muy cerca provocando ese movimiento aunque también pensé en algún pez grande. Hundí mi cabeza para ver debajo del agua pero sólo vi un puñado de pececitos que nadaban con la corriente, situación que me produjo un moderado alivio. Miré hacia el horizonte buscando respuestas. Desde pequeña había fantaseado con introducirme en el mar como Alfonsina. En más de una ocasión lo había intentado a nado tratando de experimentar una libertad que no tenía. Cuando había pasado la segunda rompiente, me daba vuelta y veía los brazos agitados de mis padres que me obligaban a volver. Esta vez salí en busca de esa libertad en un bote y fui mar adentro hacia ese horizonte de las postales. Pero no lo encontré, me topé con la angustia y la desesperación y en ese momento solo podía pensar que, tal vez, no iba a tener retorno.
Me dolían los ojos y el salitre del agua estaba haciendo estragos en mi cara. Estaba oscureciendo y con la luz se iban mis esperanzas de ser vista por alguna embarcación que pasase por allí con rumbo a un puerto cercano. Aunque el traslado de embarcaciones pesqueras también era escaso en esa zona de la costa, según recordé y eso acabó con mis últimas esperanzas. Me dolían los brazos y las piernas. Me resultaba difícil sostenerme sobre esa tabla que había alcanzado a tomar cuando mi bote se despedazó. La madera rugosa y vieja me lastimaba los dedos y sin embargo me asía a ella, me asía a la vida.
A pesar del frío y la desesperación encontré un tiempo para reflexionar. Estaba flotando en el medio del océano de mi vida. Las olas me golpeaban la cara una y otra vez. Pensé en los problemas que no había podido resolver. Pensé en todos los planes y proyectos que no iba a realizar, en todas las promesas que no iba a cumplir y también en todas las palabras de afecto que no diría. Estaba subiendo la marea y ya no podía mover mis piernas porque estaban entumecidas. Las olas se tornaban gigantes y algunas de ellas pasaban por sobre mí llevándose la poca energía que me quedaba. Quise gritar pero no pude producir ningún sonido. Mis lágrimas se confundían con el agua salada del mar. No tenía más fuerza.
Después de un tiempo que pareció infinito, vi una luz que se aproximaba. Un pesquero, pensé. Tenía que tomar una decisión: tratar de agitar los brazos para llamar la atención o nadar. Solté la tabla y comprobé que podía flotar a pesar de mi debilidad. Me puse en movimiento y comencé a nadar lentamente hacia mi salvación.