martes, 28 de diciembre de 2010

Por qué escribimos los que escribimos

“Yo escribo para mí” escuché decir a algunas personas que como yo eligieron transitar el camino de las palabras. Pero todos aquellos que estamos en esta senda sabemos que todo escritor necesita de sus lectores. Amigos, compañeros de trabajo, hijos, primos, esposos, novios. Estemos o no preparados para la crítica sincera, nuestros escritos se completan con la mirada del otro.
Escribo para mí, escribo porque me gusta, escribo porque me permite hacer catarsis de la vida. Puede haber muchos motivos. Siempre escribí pero nunca lo había hecho de una manera medianamente sistemática. Hace unos años decidí que tenía cosas para contar y como cada accionar que emprendí en la vida me propuse aprender a hacerlo.
Método, paciencia, tiempo, pasión son algunas de las palabras que pueblan mi mente a la hora de comenzar un texto. Siento que las ideas se van volcando en las teclas con facilidad una vez que comienzo. No necesito pensar en la gramática o en la ortografía porque fluyen naturalmente. Sí debo leer y re-leer mis textos para mejorar las ideas y crear efectos que, tal vez, no surjan desde el comienzo como quisiera.
Hay temas que están impregnados en mi piel, se trata de todo aquello relacionado con mi quehacer docente. Me entusiasma escribir historias que viví con mis alumnos o que me contaron otros compañeros docentes. Me siento como un pez en el agua, el escolar es mi ambiente.
“Tus cuentos tienen finales tristes” me dice uno de mis hijos. Puede ser, pero, a veces los finales tristes nos hacen pensar más. Siempre tengo la idea de llegar a la gente y de contar una historia que pueda reflejar los sentimientos, los valores y el día a día. Los finales suelen llevarme mucho tiempo de reflexión.
La lectura es una de mis pasiones y estoy segura que los autores que admiro se filtran en mi subconsciente y surgen a la hora de escribir. Es inevitable. Creo que todo escritor necesita leer sin parar autores de diferentes nacionalidades y de distintas épocas. Cada uno de ellos nos aporta algo de sus propias vivencias, de su cultura, de su técnica, del propio camino por el apasionante mundo de la literatura.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Catarsis de diciembre

Es imposible no ver aunque tenga los ojos cerrados. Veo lo que quiero que venga hacia mí y para los míos, veo lo que viví recientemente en los días oscuros, tristes que no terminan de irse. Los siento cerca, más cerca que nunca, no sé por qué. Cuando abro los ojos me ilumina el deseo de superar los problemas, de solucionar los conflictos, de mediar entre la gente que me rodea. Están agresivos, enojados con la vida. Todos están peleados con todos. Los padres con los hijos, los hijos con los padres, los jefes con sus empleados y los empleados furiosos con sus jefes, los padres con los maestros, los maestros con los padres. ¡Qué genera tanta violencia! Tengo la manía de analizar todo a fondo y el castigo de creer que todo es por mi culpa o que de una u otra manera si algo salió mal fue por algo que hice o no hice. Necesito que me palmeen la espada y me digan: “Quedate tranquila, ya se va a solucionar” pero soy yo la que tiene esa función. En mi trabajo y en la vida. Todos necesitamos una palmadita en el hombro y palabras de aliento. Respiro profundo y pienso en las cosas que me dan placer: un buen libro, el mar, las frutillas, una gran obra de teatro, conducir escuchando buena música, ver reír a los míos, los nuevos proyectos. Me desarmo en tantas partes como placeres puedo saborear y me olvido de la angustia, de las lágrimas, de lo que no puedo remediar.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Silencio Sagrado

Cada día al regresar de mi trabajo visitaba la biblioteca. Siempre me sentí atraída por ese lugar. Esa sensación de orden, el perfume de los libros al abrirlos, la pulcritud, el silencio. Nada me producía una sensación de bienestar igual a la que encontraba entre esas paredes y gran parte de ese placer se lo debía a la señora María Marta.
La señora María Marta había trabajado en la biblioteca municipal desde muy joven y ahora, que ya era una señora mayor, lo seguía haciendo con la sapiencia y experiencia que le dieron los años de trabajo. Ella era sinónimo de orden y limpieza. Todas las tardes, yo llegaba, la saludaba amablemente y me disponía a disfrutar de un buen libro, tarea que me relajaba y me permitía, luego, seguir camino a mi hogar de mejor humor. Mientras tanto la señora María Marta acomodaba amorosamente los libros que regresaban los lectores no sin antes pasarles un paño que olía a lavanda.

Una tarde fría y destemplada de invierno llegué a la biblioteca como todas las tardes y abrí la pesada puerta de madera de roble para entrar. Cuando ingresé me sorprendí. Detrás del mostrador de María Marta había un hombre, joven, mal vestido y desaliñado.
Me acerqué y sin preámbulos le pregunté:
- ¿Y la señora María Marta?
- La vieja pasó a mejor vida- me respondió el joven con un desparpajo insoportable.
Me quedé tan impresionada que no pude hilar frase alguna. Entonces me alejé del mostrador para buscar mi libro y mi rincón de siempre para luego de la conmoción, intentar leer en silencio. Apenas me había ubicado para comenzar mi lectura escuché un ruido que provenía de un equipo de música. El joven que reemplazaba a María Marta había decidido irrumpir el silencio sagrado de la biblioteca con su música al tiempo que comía y bebía cerveza como si estuviera en un bar.
Fue demasiado para mí, entonces me puse de pie y me dirigí al lugar donde se encontraba este nuevo empleado y le dije:
- Está muy equivocado si cree que puede comportarse de esa manera en un lugar como este.
- Si no te gusta te podés ir- me respondió.
Entonces supe que me tenía que deshacer de él. Tomé mis cosas decidida a regresar con un plan.
Al día siguiente me desperté con la idea de ultimar al intruso porque no podía permitir que me arrebatara ese momento tan sagrado para mí. Pensé en varias opciones: veneno para ratas en el café, una torta con algún ingrediente especial, incluso pensé en algo más sangriento como utilizar un arma blanca. Como me resultó difícil decidir preparé todas esas alternativas para llevar antes de salir para mi trabajo.
Mi día transcurrió sin mayores inconvenientes, no voy a negar que estuviera algo ansiosa por la labor que me esperaba en la biblioteca. Nerviosa, no, sólo algo ansiosa. A las cinco de la tarde me retiré de mi oficina y emprendí el regreso a mi casa, tomando, el camino acostumbrado.
Frente a la puerta de madera de la biblioteca me detuve. Sentí un escalofrío en la espalda por lo que iba a hacer pero rápidamente me repuse. Debía hacer un trabajo limpio y prolijo en honor a la memoria de la señora María Marta. Me aseguré que tenía todos los elementos en la bolsa que había preparado especialmente para la ocasión. Un budín de chocolate con el ingrediente secreto sería lo más fácil de aceptar por el joven irreverente, pensé, aunque el desenlace sería lento. No estaba segura si tomaría café y si tendría acceso a él para verter algunas gotas de veneno. Así que opté por la salida más rápida y violenta. Estaba decidida a apuñalarlo: era muy flaco y esmirriado y su fuerza corporal no sería obstáculo para mí.
Abrí la puerta lentamente y me asomé para ver si había otras personas en la biblioteca. Afortunadamente estaba desierta a esa hora de la tarde. Caminé hacía el sector del mostrador. Allí, y ante mi cara de espanto, con una gran sonrisa la señora María Marta me dijo: No te asustes que no soy un fantasma. Mi sobrino Martín es un bromista.

martes, 16 de noviembre de 2010

Flotar, a pesar de todo

Me golpeaba el frío terrible del agua salada y me impedía pensar claramente. Me resultaba difícil saber cuánto tiempo había estado asida a esa tabla. Una, dos horas habrían pasado, calculé. Tal vez más. Me había aventurado al océano buscando la claridad de pensamientos que estaba definitivamente perdiendo. Habíamos discutido, corrí, sin pensar subí al bote, remé sin pausa pero las aguas impetuosas y mi impericia provocaron lo inevitable. Los últimos rayos de sol brillaban en el agua, el mar se había tranquilizado pero la marea subiría de un momento a otro y yo perdía las esperanzas de que alguien me rescatase.
A pesar de que era el mes de octubre, las aguas del Atlántico sur estaban frías, muy frías y esto es así siempre, incluso en pleno verano. Ya no sentía los dedos de los pies. Opté por moverme todo el tiempo mientras las fuerzas me lo permitieran. Mientras ejercitaba mis piernas, daban vueltas en mi mente las palabras que él me había dicho, palabras que se metieron en mi piel con la violencia de un cuchillo y dejaron una gran cicatriz. No lo pude tolerar y huí de ese lugar que había sido elegido como el refugio soñado para nuestra escapada de octubre. ¿Cómo terminé así? me preguntaba una y otra vez.
Sentí un movimiento extraño debajo de mis pies. Me asusté. Supuse que un cardumen había nadado muy cerca provocando ese movimiento aunque también pensé en algún pez grande. Hundí mi cabeza para ver debajo del agua pero sólo vi un puñado de pececitos que nadaban con la corriente, situación que me produjo un moderado alivio. Miré hacia el horizonte buscando respuestas. Desde pequeña había fantaseado con introducirme en el mar como Alfonsina. En más de una ocasión lo había intentado a nado tratando de experimentar una libertad que no tenía. Cuando había pasado la segunda rompiente, me daba vuelta y veía los brazos agitados de mis padres que me obligaban a volver. Esta vez salí en busca de esa libertad en un bote y fui mar adentro hacia ese horizonte de las postales. Pero no lo encontré, me topé con la angustia y la desesperación y en ese momento solo podía pensar que, tal vez, no iba a tener retorno.
Me dolían los ojos y el salitre del agua estaba haciendo estragos en mi cara. Estaba oscureciendo y con la luz se iban mis esperanzas de ser vista por alguna embarcación que pasase por allí con rumbo a un puerto cercano. Aunque el traslado de embarcaciones pesqueras también era escaso en esa zona de la costa, según recordé y eso acabó con mis últimas esperanzas. Me dolían los brazos y las piernas. Me resultaba difícil sostenerme sobre esa tabla que había alcanzado a tomar cuando mi bote se despedazó. La madera rugosa y vieja me lastimaba los dedos y sin embargo me asía a ella, me asía a la vida.
A pesar del frío y la desesperación encontré un tiempo para reflexionar. Estaba flotando en el medio del océano de mi vida. Las olas me golpeaban la cara una y otra vez. Pensé en los problemas que no había podido resolver. Pensé en todos los planes y proyectos que no iba a realizar, en todas las promesas que no iba a cumplir y también en todas las palabras de afecto que no diría. Estaba subiendo la marea y ya no podía mover mis piernas porque estaban entumecidas. Las olas se tornaban gigantes y algunas de ellas pasaban por sobre mí llevándose la poca energía que me quedaba. Quise gritar pero no pude producir ningún sonido. Mis lágrimas se confundían con el agua salada del mar. No tenía más fuerza.
Después de un tiempo que pareció infinito, vi una luz que se aproximaba. Un pesquero, pensé. Tenía que tomar una decisión: tratar de agitar los brazos para llamar la atención o nadar. Solté la tabla y comprobé que podía flotar a pesar de mi debilidad. Me puse en movimiento y comencé a nadar lentamente hacia mi salvación.






domingo, 29 de agosto de 2010

Rituales


Si alguien me contara esta historia como propia no la creería. Ésta es una de esas historias que cuesta creer, que cuesta entender, aún para el más supersticioso de los mortales.
Cuando pensamos en brujas o hechicería a muchos de nosotros nos viene a la mente la primera escena de Macbeth con las tres brujas arpías prestas a crear nuevos hechizos. Pero dejando a Shakespeare de lado me animo a decir que estoy muy lejos de esos tres personajes a pesar de lo que viví.
El día que se apagó la última luz de vida de la tía Antonia, tía de mi madre en realidad, me fue encomendado ordenar algunas de sus pertenencias. Dejé pasar un tiempo para abordar esa tarea y cuando sentí que estaba preparada, una tarde, me dispuse a revisar cuidadosamente sus cosas para darles algún destino. Había ropa, sombreros de antaño que alguna vez había usado yo misma para un acto escolar, bijouterie de fantasía y de la otra, cartas color sepia y una especie de libro de otra época. Fue el libro lo que me llamó la atención.
Aquella tarde, dejé todo como estaba y me fui a mi departamento llevándome el libro para estudiarlo con mucho detenimiento. Cada página que leía me confirmaba que mis otras tías me habían enviado a la casona de Antonia con un objetivo. El texto contaba una historia, la historia de las brujas de la familia. Hablaba de muchas generaciones anteriores y de todas y cada una de las mujeres que formaban aquel aquelarre familiar. Yo estaba a años luz de creer semejantes barbaridades aunque los hechos que siguieron me demostraron lo contrario. Ese día, no pude leer más, abandoné el libro sobre una mesa e intenté retomar la lectura de la novela que me entretenía entonces.
Pero mi mente volvía una y otra vez a lo narrado en el libro familiar así que opté por volver a él. El libro contenía historias que se remontaban a muchos años atrás, historias de mujeres que como yo misma vivían una vida supuestamente “normal” y a la vez participaban de actividades relacionadas con la brujería. También leí pequeños textos que describían las sensaciones e intuiciones que las mujeres de la familia habían experimentado. Saber que alguien había experimentado esas sensaciones me produjo escalofríos porque yo también las había vivido pero nunca les había dado trascendencia alguna. Cuando llegué a la última página me impresioné aún más. Allí decía claramente que era yo la persona que debía tomar el lugar de Antonia. Nunca nadie me había hablado de la condición de la tía Antonia y mucho menos de la realidad que me esperaba. Yo estaba segura de que no quería esa vida para mí, una vida de rituales, de secretos oscuros, de supersticiones. Pero también sentía mucha curiosidad y decidí investigar un poco más.
La noche siguiente me dirigí a una dirección que figuraba en el libro y estaba indicada como el lugar de encuentro de las brujas. Allí, según el libro mismo, se reunían personas de distintas familias. Era una casa muy grande de arquitectura antigua ubicada en la zona norte de la ciudad.
Toqué el timbre y cuando me abrieron, dar mi nombre bastó para que me hicieran pasar. Cuando entré al salón donde se encontraban las otras mujeres, una de ellas se acercó y me dijo:
- Te estábamos esperando.
Incapaz de ocultar mi cara de asombro y pavor, me ubiqué en una silla dispuesta a escuchar de qué se trataba todo aquello.
Resultó que yo era el foco de atención de aquella reunión. De alguna manera lo intuía. Una cantidad de sentimientos encontrados me invadieron: miedo, ira, angustia, protección, pertenencia, calor humano. Los ojos de todas la brujas se posaron en mí como esperando que diera un discurso o algo así. Pero mis labios se habían secado y no era capaz de producir palabra alguna. Observé unos minutos, cómo esperaron expectantes.
Con mucho esfuerzo de mi parte y balbuceando prácticamente intenté hacerles entender que sólo sentía curiosidad y que no participaría de lo que fuera que estuvieran preparando. Una de ellas me dijo que no tenía opción y que yo ya era una bruja y que lo que seguía era una especie de simple “trámite”, agregó.
Acto seguido, la de más edad, tomó la palabra y dijo que por supuesto sabían que no faltaría a esa reunión que tenía como objetivo instruirme en el arte de los hechizos y también conferirme el poder para hacer brujerías, poder que ellas suponían que yo ya había vivenciado aunque no habría reconocido debido a que ignoraba mi condición.
Todas las brujas se pusieron de pie y formaron una especie de círculo en cuyo centro me encontraba. Asustada, me puse de pie. Cada una de ellas portando un pequeño cuchillo se efectuó un corte en el brazo dejando caer dos gotas de sangre en un recipiente de bronce que habían ubicado cerca de mí.
Cuando tomé el cuchillo que me dieron y casi automáticamente hice lo que habían hecho todas ellas sin pregunta alguna, supe que a partir de ese momento formaría parte de aquel grupo de mujeres que como yo, también vivían vidas “normales”.

viernes, 30 de julio de 2010

Desesperación contenida

Le pesaban las piernas y los brazos mientras caminaba resignado hacia la celda que le habían asignado. Sus manos parecían más grandes de lo que realmente eran; hacía horas que unas esposas le impedían movimiento alguno. Santiago nunca imaginó la cárcel. Ahora estaba a punto de habitarla, era profunda y de piedra.
El guardia que lo guiaba le quitó las esposas. Casi automáticamente movió las articulaciones de sus muñecas para tratar de recuperar la movilidad perdida al tiempo que paseó su mirada por la celda buscando al temido compañero. Se encontró con cuatro paredes húmedas, despintadas, que olían a desesperación contenida. Un colchón desvencijado y un banquito blanco que hacía las veces de asiento y de mesa constituían todo el mobiliario. No tenía un compañero de celda, al menos por ahora.
Santiago se dejó caer en el colchón con el peso del cansancio y de la preocupación de no ser capaz de encontrar un solo pensamiento que lo mantuviera vivo. Sin embargo, buscó y buscó en su memoria hasta que se le aparecieron las imágenes de los días felices con ella. Eran jóvenes, alegres, divertidos y tenían mil planes de vida por delante. Santiago no pudo pegar un ojo y en las horas desiertas de la noche evocó su vida con ella, una vida juntos que había comenzado con la esperanza de un futuro pleno.
Los primeros rayos de sol entraron por la pequeña abertura enrejada que funcionaba como ventana. Santiago seguía despierto y más cansado que cuando llegara a la celda la noche anterior. Escuchó los gritos de los guardias despertando a los internos para que se prepararan para comenzar el día. Supo que su vida había cambiado y él era el único responsable. Quería olvidar lo que había vivido sólo el tiempo atenuaría los recuerdos pero él no tendría ese tiempo.
Se puso de pie y miró a través de la pequeña abertura, vio el patio del penal. Varios internos se disponían a comenzar con sus actividades de la mañana. A Santiago no le habían dado ninguna orden pero sabía que tarde o temprano ese mismo día lo vendrían a buscar. Se sentó en la cama y recordó la voz de ella, sus reproches. ¿Cuándo te vas a hacer respetar en tu trabajo? ¿No te das cuenta que tus jefes no te valoran? ¿Qué pretendés que haga con ese sueldo miserable que traes a casa? Lo forzó, su mujer lo presionó una y otra vez. Él la amaba con un amor que perdona y entiende. Con un amor que no se puede perder por un sinfín de reproches. Entonces, en esos momentos de presión, trataba de calmarla y le explicaba que todo estaría mejor muy pronto. Esa conjetura era errónea pero en su momento a Santiago debió sugerirle la correcta. No sólo no logró convencer a su compañera de que las cosas iban a cambiar en su trabajo, de que él finalmente se haría respetar y lograría el ascenso tan merecido sino que al pasar el tiempo ella se tornó más y más insistente. Lo atacaba en todo momento y con innumerables situaciones. Santiago recordó cómo lo humillaba frente a sus amigos con temas que eran privados, cómo lograba poner a toda la familia de él a favor de ella, entre otras cosas. Santiago la perdonaba, siempre la perdonaba.
El guardia abrió la puerta de la celda y a Santiago le dio un vuelco el corazón, a pesar de la situación, fue casi como un bálsamo no escuchar la voz de su mujer reprochándole también haber caído preso. Sin mediar palabra lo esposó y lo sacó de la celda. El director del penal lo recibió en una oficina tan lúgubre como el resto de la prisión. Le indicó con un gesto de su mano que tomara asiento, no vaciló en afirmar que ya no tenía destino sobre la tierra y procedió a darle la explicación que Santiago no quería oír. Le temblaban las piernas porque era conciente de lo que le esperaba, como tantas otras veces le habían temblado las piernas al escuchar a su esposa decirle inútil.
Una hora más tarde los miedos y las preocupaciones de Santiago se desvanecían con su último aliento después de que le suministraran una inyección letal. Minutos antes el director del penal le había preguntado si estaba arrepentido y Santiago le contestó:
- Ya no la tengo que escuchar.

miércoles, 16 de junio de 2010

Al borde de la cama


Después de escuchar esas palabras de su labios supe que yo no tenía mañana. Se fue y me quedé sentada al borde de la cama, inmóvil. Cerré los ojos y sentí que se me venía el mundo abajo. No podía pensar. Se hizo de noche y yo seguía quieta en la misma posición al borde de la cama.
La nuestra había sido una relación devastadora, difícil, agresiva. Desde el comienzo supe que sólo iba a experimentar sufrimiento. Era un hombre sombrío, perturbado, frío. Me había atraído todo eso de una manera inexplicable. No me había importado y había seguido adelante segura de poder cambiarlo, tenía esa fantasía como casi todas las mujeres. Me acercaba a él y me alejaba sistemáticamente de todos mis afectos: mis amigos, mis amigas, mis compañeros de trabajo, mis hermanos. Nadie podía entender el vínculo que me unía a “ese hombre”. Así lo llamaban todos, ni siquiera podían llamarlo por su nombre.
Sentí el peso de mis párpados y me recosté en la cama. Puse mi cabeza sobre la almohada y mecánicamente estiré mi brazo buscándolo. Sabía que no estaba allí pero tuve la ilusión de tocarlo como cuando dormía junto a mí. Me acurruqué como queriendo despojarme del frío que me brotaba en los huesos. Me pregunté si encontraría algo de calor otra vez en algún momento. Me quedé dormida. Mi sueño fue un sueño agitado, la continuación de la pelea feroz que habíamos tenido horas antes.
Unos adolescentes gritaron cerca de mi ventana. Me desperté sobresaltada. Me tomó sólo unos minutos darme cuenta de que seguía en el medio de mi infierno: él me había abandonado.
No tenía fuerza. No tenía la voluntad para incorporarme en la cama y mucho menos para tomar las riendas de mi destino, sin él. No quería seguir viviendo, sin él. No sabía cómo. Maldije a los jóvenes que me sacaron del sopor de mi sueño porque él había quedado allí en mis sueños. Peleábamos, pero estaba allí. Su arrogancia, su desgano, su falta de comprensión, su desamor estaban en mi sueño. Quería volver a soñarlo para poder amarlo como antes, como cuando nos conocimos y me cautivó.
Fue inútil intentar volver a dormirme. Con esfuerzo me puse de pie y caminé hasta la cocina. Preparé café intenso y amargo como lo tomaba él. Lo bebí. Recorrí el departamento tristemente vacío. Volví al cuarto y me acerqué al placard. Lo abrí y acaricié sus trajes, sus sweaters, sus camisas. Tomé una de sus corbatas de seda y la acerqué a mi cara: tenía su olor. Ese perfume se impregnó en mi piel, estaba enloqueciendo.
Me senté en la cama en la misma posición Me senté a esperarlo. Él iba a volver, él tenía que volver. Esperé horas interminables sentada al borde de la cama. No me podía mover. Casi me obligué a quedarme en la misma posición que cuando se fue. Él volvería y cuando por fin entrara por la puerta del dormitorio se daría cuenta del amor que sentí siempre por él.

martes, 18 de mayo de 2010

Mirar Mejor

Cada mañana cuando se levantaba a Luis le pesaban los ojos, los brazos, la vida. Era joven pero el infortunio lo había castigado y no creía en nada ni en nadie. Tenía un trabajo. No tenía amigos ni familia.
Para llegar a la chacra donde trabajaba todos los días Luis pasaba por un campo sembrado de trigo. Era una extensión de tierra que parecía sin fin. A lo lejos se veía una casa de gran tamaño escoltada por inmensos árboles añejos. Podía divisar también una construcción pequeña que sería de los peones, pensaba.
Esa mañana, como todas las mañanas, emprendió su camino al trabajo. Había una brisa suave que hacía danzar los trigales dorados. Respiró profundamente para llenar sus pulmones con ese oxígeno cargado de naturaleza tratando así de limpiar el aire viciado que tenía dentro. Cuando pasó por la casa de los trigales se detuvo un instante. Algo lo hizo detenerse, una sensación, un impulso. Cambió su rumbo y comenzó a recorrer el sendero que lo llevaría a las puertas de una nueva vida.
Se dejó llevar aunque sabía que ya era la hora de ingresar a la chacra donde desempeñaba tareas de peón de campo. Tareas que odiaba y creía que nunca, nunca iba a ser capaz de dejar. Se había empleado hacía ya cinco años cuando la vida le arrebató a sus padres de un tirón. Desde ese día sus despertares habían sido grises, vacíos y sin esperanza. Creía que no iba a volver a sonreír. Disfrutaba la vida de campo pero su aspiración había sido siempre la de convertirse en ingeniero o en veterinario. Después del accidente que le costara la vida a sus padres, estudiar no fue una opción. Se empleó en esa chacra para sobrevivir, tenía cuentas que pagar: las propias y las que había heredado de sus padres.
Esa mañana, diferente a otras, siguió caminando por la callecita angosta que lo llevaba al portón principal de la propiedad. Algunos pájaros multicolores revoloteaban sobre su cabeza como dándole la bienvenida. A pocos metros de la entrada observó que los grandes ventanales estaban abiertos y las cortinas de hilo blanco se dejaban ver por la fuerza de la brisa que ingresaba a la casa sin permiso. Era un lugar alegre, lleno de flores y había varias mascotas que correteaban en el jardín del frente. Luis se preguntó qué estaba haciendo en ese lugar, qué estaba buscando. Parecía el hogar de una familia con niños felices.
Inmóvil en el portón de acceso imaginó el encuentro con esa familia y pensó que tenía que inventar una excusa antes de golpear sus manos para que lo atendieran. De algo estaba seguro y era que iba a conocer a los habitantes de esa casa. Fantaseó con encontrar una mujer para amar, una compañera para formar una familia como a la que había pertenecido alguna vez. Varias ideas recorrieron su mente y se quedó con la de estar buscando un trabajo y un lugar para vivir.
Minutos más tarde golpeó sus manos. Los perros ladraron pero no hubo respuesta del interior de la casa. Luis se aventuró a abrir el portón y caminó hasta encontrar una pérgola. Allí, sentada en una hamaca de madera de roble había una mujer joven, hermosa. La contempló unos segundos y quiso saber su nombre, qué estaba haciendo allí y cuáles eran sus sueños. Se acercó un poco más pero ella no notó su presencia, parecía absorta contemplando una rosa que sostenía en su mano derecha.
Con cuidado para no asustarla la saludó. La joven no se sobresaltó y le dijo que se sentara a su lado, que lo estaba esperando.

miércoles, 14 de abril de 2010

El ojo de la tormenta

El cielo estaba tapado de nubes espesas color plomo, el viento soplaba en todas direcciones. Me apresuré a entrar la ropa que estaba colgada en el patio. Volaban hojas en tonos de otoño: naranja intenso, cobrizo y amarillo. Me sostuve el cabello con una mano y con la otra tomé las prendas semi húmedas. Corrí a la cocina con el alivio de pensar que estábamos todos en casa. Bueno, todos no. Mariel no estaba.
Tenía veintidós años cuando me dijo que había decidido irse a vivir con ese chico, el novio. No había nada que yo pudiera hacer más que aconsejarla y rezar para que le fuera bien, para que no se equivocara y para que, por sobre todas las cosas, fuera feliz. No lo conocía demasiado a él así que tenía que confiar en el buen juicio de mi hija. Los hermanos tampoco estaban muy convencidos y en el lenguaje propio de los jóvenes le habían dado sus opiniones. Ella, claro, no escuchó y se fue igual. Nunca supimos como le había ido porque no la volvimos a ver. Cinco largos años, pensé.
La tormenta se hacía más intensa y empezaron a caer algunas gotas. Decidí entrar el auto al garage por temor a que cayera granizo. No podía encontrar las llaves. Busqué en el living, en la cocina y en mi cuarto. Finalmente las vi, bajo la mesa del comedor. Me apresuré a la puerta principal porque el viento era cada vez más intenso. Cuando abrí, la vi. Estaba acurrucada en el piso en el porch de entrada. Apenas la pude reconocer. Era mi nena: rubia, delgada, hermosa y cubierta de lágrimas.
La ayudé a incorporarse porque parecía muy débil. Entre sollozos me dijo que había roto la relación con su novio, que no lo volvería a ver y que había perdido cinco años de su vida. Como mamá tenía mis esperanzas puestas en una carrera brillante para ella, que era brillante. Nada de eso había sucedido. Conteniendo el llanto me contó que había desperdiciado su vida. No tenía un empleo fijo, había abandonado la facultad y básicamente no tenía idea de qué hacer con el resto de su vida y ya cumplí veintisiete años, me dijo llorando.
Mi primer impulso fue contenerla y decirle que todo iba a estar bien, que sus hermanos y yo misma la ayudaríamos a salir adelante pero conocía muy bien a mi hija. Entonces le dije:
-¿Dónde pensas vivir? Le hablé en un tono neutro como si le hablara a un extraño.
- Pero, má, ¿cómo me preguntás eso? Sabés que no tengo dónde- me contestó convencida de que la respuesta era: en casa.
Ya era de noche y el cielo se iluminó con un rayo al tiempo que se escuchó un estrepitoso trueno.
- Soy tu madre y quiero lo mejor para vos- le dije como preámbulo de una especie de acuerdo tácito- Quiero que sepas que, si tu idea es volver a casa, hay ciertos asuntos que tenemos que aclarar.
Los ojos color miel de Mariel se endurecieron pero me dijo que estaba dispuesta a escucharme y a seguir todos mis consejos. Le hablé de la responsabilidad de vivir como una adulta en una casa donde todos trabajaban y estudiaban o las dos cosas. Le dije también que debía comenzar a buscar un empleo y que mientras lo conseguía se ocuparía de organizar las tareas de la casa y las comidas para todos los demás. La alternativa, aclaré es buscarte otro lugar para vivir.
Mi hija me escuchó pacientemente y prometió adaptarse a los horarios de la casa. Reconoció y lamentó haber vivido todos estos años sin el anhelo de progresar u obtener logros propios. Sé que fueron sólo palabras pero fue un comienzo.
El cielo comenzó a despejarse. El color de las nubes ya se había aclarado y viajaban rápidamente hacia otros destinos. La tormenta había pasado.

domingo, 28 de febrero de 2010

De padre a hijo


Era una tarde cálida de diciembre y la familia de José se preparaba para recibir la Nochebuena. Los chicos mayores decoraban el arbolito con esmero. Innumerables adornos dorados de distintos tamaños poblaban las ramas verde intenso con detalles de nieve que simulaban otro clima, otro lugar. Los adornos más grandes van en la parte de abajo, decía mamá. Todos, sin excepción, peleaban por ubicar la gran estrella brillante en el extremo del árbol que marcaba el fin de la tarea.
Mientras José controlaba que la disputa por la estrella no llegara a mayores, Ramiro, su hijo menor se le acercó y le preguntó:
- Papá, cuando vos era como yo, ¿había arbolito de Navidad?
Ramiro le arrancó una sonrisa al papá, que le respondió:
- Pero claro, Ramiro, ¡fijate lo que me estás preguntando!
- ¿Y quién decoró el primer arbolito? insistió el nene.
José elevó su vista como quien intenta recordar y le contó a su hijo que había leído en un libro hacía años que el primer árbol de Navidad tuvo sus orígenes en Alemania, un país de Europa, en el año 1600. Le dijo también que otras personas creían que el primer árbol se había decorado en otro país de Europa, Inglaterra. Y continuó José su relato, agregando que los reyes del Castillo de Windsor, doscientos años después les habían pedido a sus empleados que trajeran un pino del bosque y lo cubrieran con distintos adornos. Los inviernos solían ser tan crudos que pequeños detalles como ese en el interior eran importantes, explicó José a su hijo. El niño escuchó fascinado el relato de su padre que dio vueltas en su cabecita por mucho tiempo. José se sintió orgulloso de poder satisfacer la curiosidad de su hijo con palabras sencillas y estaba seguro de haber despertado más curiosidad en él.
Olvidadas las explicaciones, los niños le pidieron ayuda a José para ubicar las luces en el árbol, mamá les había dicho que era peligroso para que lo hicieran solos. Entonces José se acercó y con cuidado instaló varias guirnaldas.
Mientras lo hacía fue inevitable recordar sus días de niño. Él no había tenido una niñez feliz como la que su esposa y él mismo estaban tratando de procurarle a los suyos. Sus Navidades no estaban rodeadas de regalos y de afectos. Su madre y él, solos, intentaban pasar las fiestas sin pensar demasiado en festejar. No tenían mucho para festejar, recordó. Su madre trabajaba día y noche para acercar los alimentos a la mesa y José había comenzado a trabajar a muy temprana edad para darle su apoyo.
Su esposa se le acercó, lo notó triste y le preguntó:
- ¿Pasó algo, querido?
- En esta época del año estamos todos muy sensibles, supongo, recordé mi Navidad de niño, solía ser tan distinta a la de nuestros hijos- respondió José.
- Pensá en lo bueno y en la forma en que estamos educando a nuestros hijos- trató de reconfortarlo ella.- Ramiro me contó, feliz, la historia del árbol- agregó.
Llegó la Nochebuena, Navidad y muchas otras Navidades. Los niños se hicieron hombres y mujeres y tuvieron sus propias familias.
Una tarde, sonó el timbre en la casa de José, era Nochebuena. Comenzaron a llegar Ramiro y sus hermanos con sus esposas e hijos. Era una noche muy iluminada por las estrellas y José salió al jardín a tomar aire. Se sentía feliz de poder reunir a los suyos y de que todos ellos desearan volver a la casa de los abuelos. José sintió que su misión estaba cumplida en la vida. Estaba rodeado por sus afectos, su esposa, todos sus hijos y sus nietos a quienes amaba más que a nadie en el mundo. Son tan pequeños y me dan tanta alegría, reflexionaba.
Estaba mirando hacia el cielo cuando sintió un tirón en su camisa. Era su nieto más pequeño que le dijo:
- Abu, ¿querés que te cuente la historia del árbol de Navidad?

domingo, 17 de enero de 2010

Sin Reproches


Uno a uno los alumnos se ubicaron en pupitres de un aula desconocida. Ella podía percibir cómo influirían esos colores, esos aromas y esas paredes en las vidas de cada uno de sus nuevos alumnos. Sabía que se crearían nuevos lazos entre ellos y también con ella, su nueva profesora. También sabía que allí conocerían a los amigos que, quizás, los acompañarían en la vida. Celia se tomó unos minutos para observar aquellas caras nuevas en la escuela secundaria. Los chicos iban a resolver una evaluación niveladora y varios de ellos habían venido acompañados de sus madres como quien recibe un último empujoncito para animarse a algo difícil. Antes de empezar, Celia se aseguró de nombrar a todos los presentes leyendo sus nombres de una lista que le había entregado Leandro, el preceptor. Su sorpresa fue grande cuando el último apellido le recordó a alguien. Era el apellido de casada de una vieja amiga, una amistad que había perdido en un episodio que ella nunca había llegado a entender.
- ¿Cuál es tu nombre? - le preguntó al alumno.
- Federico- le contestó.
Y luego le preguntó si su mamá se llamaba Sonia a lo que el chico asintió.
Cumplido el tiempo de la prueba, Celia estaba ansiosa por abandonar el aula en busca de su amiga pero, al mismo tiempo, temía encontrarse con una extraña.
Recordó en que estado de confusión la había dejado, años atrás, la última conversación telefónica con Sonia.
- Te llamaba para contarte que finalmente nos mudamos- había dicho Celia.
-¡Ah! Pensé que era un proyecto a futuro- había acotado Sonia con un timbre de voz que develaba cierto enojo.
- Por suerte lo pudimos concretar pronto, es lo mejor para mi trabajo y la escuela de los chicos- había tratado de explicar Celia como pidiendo disculpas - Te paso el teléfono de mi nueva casa.
- Justo ahora no tengo ni un papel para escribir- había interrumpido Sonia- Estoy apurada, otro día nos hablamos. Chau.
Celia se había quedado azorada. ¿Por qué tanta bronca? No lo había podido entender. Antes de ese último llamado, Sonia le había dicho que ella estaba feliz viviendo en ese pueblo alejado y tranquilo y que no lo cambiaría por nada del mundo. Celia le había asegurado que lo entendía pero que su visión era distinta, que no quería seguir viviendo en ese lugar.
Cuando cada alumno hubo entregado su hoja, Celia se apresuró al hall donde se encontraban los padres. El corazón le latía con fuerza y le costaba creer que estaba experimentando esa sensación. Después de todo ella no había hecho nada malo, pensaba.
Una gran sonrisa la esperaba en el hall. Era ella. Era su antigua amiga que quería saludarla como si nada hubiese sucedido.
- Qué sorpresa, ¿no? - le dijo Sonia.
- La verdad es que si no hubiese sido por el apellido de tu marido no hubiese podido reconocer a Federico. Era tan pequeño la última vez que lo vi- explicó Celia.
Se sentaron en el hall y charlaron. Sonia le contó que suponía que se encontrarían porque recordaba que ella trabajaba en ese colegio, no sabía que el encuentro sería tan inmediato. Todo el tiempo Sonia parecía querer excusarse por los años que habían pasado sin verse, sin hablarse. Y le contó cómo la vida la había golpeado, a ella y a su familia, cómo Federico había transitado por varias escuelas y lo difícil que le había resultado y aún le resultaba vivir en un lugar tan alejado.
Celia la escuchó pacientemente y mientras lo hacía recordaba sus tardes de confidencias en las que ella solía hacer las veces de sicóloga para Sonia. No hubo lugar para el reproche, tampoco hubo palabras agresivas. Celia intentó transmitirle la seguridad que Sonia estaba buscando en la escuela. Se prometió olvidar e intentar recomponer esa amistad que había nacido una vez en otra escuela secundaria.