martes, 6 de enero de 2009

De mitos y leyendas

Con la ayuda de su dama de compañía, Corina se preparó para la fiesta de gala que ofrecían los Anchorena. Decidió vestir el atuendo de seda azul que recientemente había encargado a Europa, las joyas más exquisitas que tenía y el sombrero de diseño italiano que ostentaba una pluma violeta. Corina sabía que esa ocasión era especial. El joven Anchorena la había cautivado y no eran muchos los momentos en que coincidían. Debía desplegar sus encantos. Ni sus padres ni sus hermanos sospechaban los motivos de tanto esmero.
El palacio era abrumador; sus grandes columnas de mármol macizo, sus pisos impecables, las paredes destilaban arte y buen gusto. Pero nada se podía comparar con la presencia del hombre que Corina había elegido para compartir su vida. Él era joven, fuerte, ambicioso. Ambos pensaron que la recepción en el Palacio sería el marco ideal para anunciar su compromiso.
Corina provenía de una familia adinerada aunque los Kavanagh no gozaban del prestigio y la alcurnia de los Anchorena. La pareja no sospechaba el giro inesperado que el destino les tenía preparado.
En un momento de la fiesta el joven Anchorena se aproximó a su padre y lo hizo partícipe de sus intenciones matrimoniales. Sin mediar explicación alguna, le prohibió a su hijo semejante unión. Corina observaba impávida los acontecimientos desde un extremo del salón.
El joven Anchorena había aprendido desde muy pequeño que era inútil contrariar a su padre, que su poder era indiscutible y que debería acatar sus órdenes si elegía seguir perteneciendo a una de las familias de más alta alcurnia de Buenos Aires. Corina dejó el salón sin permitir diálogo alguno con su amado. Se prometió, sin embargo, idear una dulce venganza.
Los Anchorena habían construido la iglesia del Santísimo Sacramento como futuro sepulcro familiar. Corina entendía que tal edificio era el orgullo y la pasión del padre de su amado. Entonces supo que si mandaba a construir un edificio en San Martín y Florida impediría a los Anchorena observar con deleite su obra tan señorial.
Dedicó así su tiempo y su esfuerzo a erigir el edificio más alto de Buenos Aires como demostración de repudio del amor que no fue.

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