martes, 21 de julio de 2009

Demasiado tarde


Juan miraba sus manos inquieto. Sentía mucho frío. Sólo vestía un sweater de hilo y unos jeans. Una y otra vez la violencia de la discusión invadía su mente. Los reclamos a gritos de Oscar retumbaban en su cabeza. Las balas estaban sobre el escritorio. Esperaban. Nunca fue un hombre demasiado valiente. Tampoco un cobarde. No, un cobarde no.
Había llegado a su empresa temprano como siempre. Oscar llegó unos minutos más tarde. Hacía diez años que eran socios. Luego de los saludos formales, conversaron sobre los temas del día; después se dispusieron a trabajar. Mientras revisaba sus mails Juan sintió que su socio lo estaba mirando. Levantó la vista. Oscar estaba enfrascado en su tarea, no lo miraba.
El clima de la oficina se había enrarecido. Ellos se conocían mucho. Ambos podían leer en los silencios del otro cuando algo andaba mal. Una brisa suave del río entró por la ventana semi-abierta. Las hojas de las plantas que decoraban la oficina se mecieron lentamente. Juan se puso de pie. En silencio se acercó al escritorio de Oscar y comenzó a hablar. Le dijo que lo sentía, que lo sentía mucho. Su ambición desmedida lo había llevado a utilizar el dinero para inversiones de la empresa en apuestas. Lo había perdido todo. El apoyo financiero que mantenía su negocio vigente ya no existía.
Siguió una larga discusión. Oscar comenzó pidiendo explicaciones y terminó gritándole a Juan que era un traidor. Esa palabra impactó en el alma de Juan. Hubiera preferido una puñalada. Nada de lo que pudo decir pareció suficiente. Juan no esperaba el perdón de su socio. Sin embargo, lo conocía e intentó el diálogo. Fue en vano. Incapaz de entender cualquier tipo de explicación, Oscar decidió irse de allí.
Pasaron las horas. Juan seguía sentado en un rincón y caía la tarde. Su mente lo llevó a los comienzos, a los días en que el negocio era solo un hermoso sueño. Pensó en su familia y en las largas horas de trabajo que lo alejaron de sus otras pasiones. Sentía una inmensa desolación. No pudo levantar el teléfono para hablar con su mujer. Se negaba a compartir ese dolor que era muy suyo.
Se incorporó y tomó las balas. Una por una. Con mucha paciencia y sumo cuidado las colocó en el revólver. La oficina ya estaba en penumbras, se escuchó la sirena de un barco que dejaba el puerto con rumbo incierto. Miró el arma por última vez.

2 comentarios:

  1. Me gustó, Silvina. ¡Buen final trágico!
    Abrazo

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  2. Gracias, Bea! Estoy recorriendo un nuevo camino en narrativa.

    Cariños, Sil.

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