sábado, 28 de mayo de 2011

La casa de los trigales


Cada mañana cuando se levantaba a Luis le pesaban los ojos, los brazos, la vida. Era joven pero el infortunio lo había castigado y no creía en nada ni en nadie. Tenía un trabajo. No tenía amigos ni familia.

Para llegar a la chacra donde trabajaba todos los días Luis pasaba por un campo sembrado de trigo. Era una extensión de tierra que parecía sin fin. A lo lejos se veía una casa de gran tamaño escoltada por inmensos árboles añejos. Podía divisar también una construcción pequeña que sería de los peones, pensaba.

Esa mañana, como todas las mañanas, emprendió su camino al trabajo. Había una brisa suave que hacía danzar los trigales dorados. Respiró profundamente para llenar sus pulmones con ese oxígeno cargado de naturaleza tratando así de limpiar el aire viciado que tenía dentro. Cuando pasó por la casa de los trigales se detuvo un instante. Algo lo hizo detenerse, una sensación, un impulso. Cambió su rumbo y comenzó a recorrer el sendero que lo llevaría a las puertas de una nueva vida.

Se dejó llevar aunque sabía que ya era la hora de ingresar a la chacra donde desempeñaba tareas de peón de campo. Tareas que odiaba y creía que nunca, nunca iba a ser capaz de dejar. Se había empleado hacía ya cinco años cuando la vida le arrebató a sus padres de un tirón. Desde ese día sus despertares habían sido grises, vacíos y sin esperanza. Creía que no iba a volver a sonreír. Disfrutaba la vida de campo pero su aspiración había sido siempre la de convertirse en ingeniero o en veterinario. Después del accidente que les costara la vida a sus padres, estudiar no fue una opción. Se empleó en esa chacra para sobrevivir, tenía cuentas que pagar: las propias y las que había heredado de sus padres.

Esa mañana, diferente a otras, siguió caminando por la callecita angosta que lo llevaba al portón principal de la propiedad. Algunos pájaros multicolores revoloteaban sobre su cabeza como dándole la bienvenida. A pocos metros de la entrada observó que los grandes ventanales estaban abiertos y las cortinas de hilo blanco se dejaban ver por la fuerza de la brisa que ingresaba a la casa sin permiso. Era un lugar alegre, lleno de flores y había varias mascotas que correteaban en el jardín del frente. Luis se preguntó qué estaba haciendo en ese lugar, qué estaba buscando. Parecía el hogar de una familia con niños felices.

Inmóvil en el portón de acceso imaginó el encuentro con esa familia y pensó que tenía que inventar una excusa antes de golpear sus manos para que lo atendieran. De algo estaba seguro y era que iba a conocer a los habitantes de esa casa. Fantaseó con encontrar una mujer para amar, una compañera para formar una familia como a la que había pertenecido alguna vez. Varias ideas recorrieron su mente y se quedó con la de estar buscando un trabajo y un lugar para vivir.

Minutos más tarde golpeó sus manos. Los perros ladraron pero no hubo respuesta del interior de la casa. Luis se aventuró a abrir el portón y caminó hasta encontrar una pérgola. Allí, sentada en una hamaca de madera de roble había una mujer joven, hermosa. La contempló unos segundos y quiso saber su nombre, qué estaba haciendo allí y cuáles eran sus sueños. Se acercó un poco más pero ella no notó su presencia, parecía absorta contemplando una rosa que sostenía en su mano derecha.

Con cuidado para no asustarla la saludó. La joven no se sobresaltó y le dijo que se sentara a su lado, que lo estaba esperando.

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