Le pesaban las piernas y los brazos mientras caminaba resignado hacia la celda que le habían asignado. Sus manos parecían más grandes de lo que realmente eran; hacía horas que unas esposas le impedían movimiento alguno. Santiago nunca imaginó la cárcel. Ahora estaba a punto de habitarla, era profunda y de piedra.
El guardia que lo guiaba le quitó las esposas. Casi automáticamente movió las articulaciones de sus muñecas para tratar de recuperar la movilidad perdida al tiempo que paseó su mirada por la celda buscando al temido compañero. Se encontró con cuatro paredes húmedas, despintadas, que olían a desesperación contenida. Un colchón desvencijado y un banquito blanco que hacía las veces de asiento y de mesa constituían todo el mobiliario. No tenía un compañero de celda, al menos por ahora.
Santiago se dejó caer en el colchón con el peso del cansancio y de la preocupación de no ser capaz de encontrar un solo pensamiento que lo mantuviera vivo. Sin embargo, buscó y buscó en su memoria hasta que se le aparecieron las imágenes de los días felices con ella. Eran jóvenes, alegres, divertidos y tenían mil planes de vida por delante. Santiago no pudo pegar un ojo y en las horas desiertas de la noche evocó su vida con ella, una vida juntos que había comenzado con la esperanza de un futuro pleno.
Los primeros rayos de sol entraron por la pequeña abertura enrejada que funcionaba como ventana. Santiago seguía despierto y más cansado que cuando llegara a la celda la noche anterior. Escuchó los gritos de los guardias despertando a los internos para que se prepararan para comenzar el día. Supo que su vida había cambiado y él era el único responsable. Quería olvidar lo que había vivido sólo el tiempo atenuaría los recuerdos pero él no tendría ese tiempo.
Se puso de pie y miró a través de la pequeña abertura, vio el patio del penal. Varios internos se disponían a comenzar con sus actividades de la mañana. A Santiago no le habían dado ninguna orden pero sabía que tarde o temprano ese mismo día lo vendrían a buscar. Se sentó en la cama y recordó la voz de ella, sus reproches. ¿Cuándo te vas a hacer respetar en tu trabajo? ¿No te das cuenta que tus jefes no te valoran? ¿Qué pretendés que haga con ese sueldo miserable que traes a casa? Lo forzó, su mujer lo presionó una y otra vez. Él la amaba con un amor que perdona y entiende. Con un amor que no se puede perder por un sinfín de reproches. Entonces, en esos momentos de presión, trataba de calmarla y le explicaba que todo estaría mejor muy pronto. Esa conjetura era errónea pero en su momento a Santiago debió sugerirle la correcta. No sólo no logró convencer a su compañera de que las cosas iban a cambiar en su trabajo, de que él finalmente se haría respetar y lograría el ascenso tan merecido sino que al pasar el tiempo ella se tornó más y más insistente. Lo atacaba en todo momento y con innumerables situaciones. Santiago recordó cómo lo humillaba frente a sus amigos con temas que eran privados, cómo lograba poner a toda la familia de él a favor de ella, entre otras cosas. Santiago la perdonaba, siempre la perdonaba.
El guardia abrió la puerta de la celda y a Santiago le dio un vuelco el corazón, a pesar de la situación, fue casi como un bálsamo no escuchar la voz de su mujer reprochándole también haber caído preso. Sin mediar palabra lo esposó y lo sacó de la celda. El director del penal lo recibió en una oficina tan lúgubre como el resto de la prisión. Le indicó con un gesto de su mano que tomara asiento, no vaciló en afirmar que ya no tenía destino sobre la tierra y procedió a darle la explicación que Santiago no quería oír. Le temblaban las piernas porque era conciente de lo que le esperaba, como tantas otras veces le habían temblado las piernas al escuchar a su esposa decirle inútil.
Una hora más tarde los miedos y las preocupaciones de Santiago se desvanecían con su último aliento después de que le suministraran una inyección letal. Minutos antes el director del penal le había preguntado si estaba arrepentido y Santiago le contestó:
- Ya no la tengo que escuchar.
El guardia que lo guiaba le quitó las esposas. Casi automáticamente movió las articulaciones de sus muñecas para tratar de recuperar la movilidad perdida al tiempo que paseó su mirada por la celda buscando al temido compañero. Se encontró con cuatro paredes húmedas, despintadas, que olían a desesperación contenida. Un colchón desvencijado y un banquito blanco que hacía las veces de asiento y de mesa constituían todo el mobiliario. No tenía un compañero de celda, al menos por ahora.
Santiago se dejó caer en el colchón con el peso del cansancio y de la preocupación de no ser capaz de encontrar un solo pensamiento que lo mantuviera vivo. Sin embargo, buscó y buscó en su memoria hasta que se le aparecieron las imágenes de los días felices con ella. Eran jóvenes, alegres, divertidos y tenían mil planes de vida por delante. Santiago no pudo pegar un ojo y en las horas desiertas de la noche evocó su vida con ella, una vida juntos que había comenzado con la esperanza de un futuro pleno.
Los primeros rayos de sol entraron por la pequeña abertura enrejada que funcionaba como ventana. Santiago seguía despierto y más cansado que cuando llegara a la celda la noche anterior. Escuchó los gritos de los guardias despertando a los internos para que se prepararan para comenzar el día. Supo que su vida había cambiado y él era el único responsable. Quería olvidar lo que había vivido sólo el tiempo atenuaría los recuerdos pero él no tendría ese tiempo.
Se puso de pie y miró a través de la pequeña abertura, vio el patio del penal. Varios internos se disponían a comenzar con sus actividades de la mañana. A Santiago no le habían dado ninguna orden pero sabía que tarde o temprano ese mismo día lo vendrían a buscar. Se sentó en la cama y recordó la voz de ella, sus reproches. ¿Cuándo te vas a hacer respetar en tu trabajo? ¿No te das cuenta que tus jefes no te valoran? ¿Qué pretendés que haga con ese sueldo miserable que traes a casa? Lo forzó, su mujer lo presionó una y otra vez. Él la amaba con un amor que perdona y entiende. Con un amor que no se puede perder por un sinfín de reproches. Entonces, en esos momentos de presión, trataba de calmarla y le explicaba que todo estaría mejor muy pronto. Esa conjetura era errónea pero en su momento a Santiago debió sugerirle la correcta. No sólo no logró convencer a su compañera de que las cosas iban a cambiar en su trabajo, de que él finalmente se haría respetar y lograría el ascenso tan merecido sino que al pasar el tiempo ella se tornó más y más insistente. Lo atacaba en todo momento y con innumerables situaciones. Santiago recordó cómo lo humillaba frente a sus amigos con temas que eran privados, cómo lograba poner a toda la familia de él a favor de ella, entre otras cosas. Santiago la perdonaba, siempre la perdonaba.
El guardia abrió la puerta de la celda y a Santiago le dio un vuelco el corazón, a pesar de la situación, fue casi como un bálsamo no escuchar la voz de su mujer reprochándole también haber caído preso. Sin mediar palabra lo esposó y lo sacó de la celda. El director del penal lo recibió en una oficina tan lúgubre como el resto de la prisión. Le indicó con un gesto de su mano que tomara asiento, no vaciló en afirmar que ya no tenía destino sobre la tierra y procedió a darle la explicación que Santiago no quería oír. Le temblaban las piernas porque era conciente de lo que le esperaba, como tantas otras veces le habían temblado las piernas al escuchar a su esposa decirle inútil.
Una hora más tarde los miedos y las preocupaciones de Santiago se desvanecían con su último aliento después de que le suministraran una inyección letal. Minutos antes el director del penal le había preguntado si estaba arrepentido y Santiago le contestó:
- Ya no la tengo que escuchar.