domingo, 29 de agosto de 2010

Rituales


Si alguien me contara esta historia como propia no la creería. Ésta es una de esas historias que cuesta creer, que cuesta entender, aún para el más supersticioso de los mortales.
Cuando pensamos en brujas o hechicería a muchos de nosotros nos viene a la mente la primera escena de Macbeth con las tres brujas arpías prestas a crear nuevos hechizos. Pero dejando a Shakespeare de lado me animo a decir que estoy muy lejos de esos tres personajes a pesar de lo que viví.
El día que se apagó la última luz de vida de la tía Antonia, tía de mi madre en realidad, me fue encomendado ordenar algunas de sus pertenencias. Dejé pasar un tiempo para abordar esa tarea y cuando sentí que estaba preparada, una tarde, me dispuse a revisar cuidadosamente sus cosas para darles algún destino. Había ropa, sombreros de antaño que alguna vez había usado yo misma para un acto escolar, bijouterie de fantasía y de la otra, cartas color sepia y una especie de libro de otra época. Fue el libro lo que me llamó la atención.
Aquella tarde, dejé todo como estaba y me fui a mi departamento llevándome el libro para estudiarlo con mucho detenimiento. Cada página que leía me confirmaba que mis otras tías me habían enviado a la casona de Antonia con un objetivo. El texto contaba una historia, la historia de las brujas de la familia. Hablaba de muchas generaciones anteriores y de todas y cada una de las mujeres que formaban aquel aquelarre familiar. Yo estaba a años luz de creer semejantes barbaridades aunque los hechos que siguieron me demostraron lo contrario. Ese día, no pude leer más, abandoné el libro sobre una mesa e intenté retomar la lectura de la novela que me entretenía entonces.
Pero mi mente volvía una y otra vez a lo narrado en el libro familiar así que opté por volver a él. El libro contenía historias que se remontaban a muchos años atrás, historias de mujeres que como yo misma vivían una vida supuestamente “normal” y a la vez participaban de actividades relacionadas con la brujería. También leí pequeños textos que describían las sensaciones e intuiciones que las mujeres de la familia habían experimentado. Saber que alguien había experimentado esas sensaciones me produjo escalofríos porque yo también las había vivido pero nunca les había dado trascendencia alguna. Cuando llegué a la última página me impresioné aún más. Allí decía claramente que era yo la persona que debía tomar el lugar de Antonia. Nunca nadie me había hablado de la condición de la tía Antonia y mucho menos de la realidad que me esperaba. Yo estaba segura de que no quería esa vida para mí, una vida de rituales, de secretos oscuros, de supersticiones. Pero también sentía mucha curiosidad y decidí investigar un poco más.
La noche siguiente me dirigí a una dirección que figuraba en el libro y estaba indicada como el lugar de encuentro de las brujas. Allí, según el libro mismo, se reunían personas de distintas familias. Era una casa muy grande de arquitectura antigua ubicada en la zona norte de la ciudad.
Toqué el timbre y cuando me abrieron, dar mi nombre bastó para que me hicieran pasar. Cuando entré al salón donde se encontraban las otras mujeres, una de ellas se acercó y me dijo:
- Te estábamos esperando.
Incapaz de ocultar mi cara de asombro y pavor, me ubiqué en una silla dispuesta a escuchar de qué se trataba todo aquello.
Resultó que yo era el foco de atención de aquella reunión. De alguna manera lo intuía. Una cantidad de sentimientos encontrados me invadieron: miedo, ira, angustia, protección, pertenencia, calor humano. Los ojos de todas la brujas se posaron en mí como esperando que diera un discurso o algo así. Pero mis labios se habían secado y no era capaz de producir palabra alguna. Observé unos minutos, cómo esperaron expectantes.
Con mucho esfuerzo de mi parte y balbuceando prácticamente intenté hacerles entender que sólo sentía curiosidad y que no participaría de lo que fuera que estuvieran preparando. Una de ellas me dijo que no tenía opción y que yo ya era una bruja y que lo que seguía era una especie de simple “trámite”, agregó.
Acto seguido, la de más edad, tomó la palabra y dijo que por supuesto sabían que no faltaría a esa reunión que tenía como objetivo instruirme en el arte de los hechizos y también conferirme el poder para hacer brujerías, poder que ellas suponían que yo ya había vivenciado aunque no habría reconocido debido a que ignoraba mi condición.
Todas las brujas se pusieron de pie y formaron una especie de círculo en cuyo centro me encontraba. Asustada, me puse de pie. Cada una de ellas portando un pequeño cuchillo se efectuó un corte en el brazo dejando caer dos gotas de sangre en un recipiente de bronce que habían ubicado cerca de mí.
Cuando tomé el cuchillo que me dieron y casi automáticamente hice lo que habían hecho todas ellas sin pregunta alguna, supe que a partir de ese momento formaría parte de aquel grupo de mujeres que como yo, también vivían vidas “normales”.