miércoles, 14 de abril de 2010

El ojo de la tormenta

El cielo estaba tapado de nubes espesas color plomo, el viento soplaba en todas direcciones. Me apresuré a entrar la ropa que estaba colgada en el patio. Volaban hojas en tonos de otoño: naranja intenso, cobrizo y amarillo. Me sostuve el cabello con una mano y con la otra tomé las prendas semi húmedas. Corrí a la cocina con el alivio de pensar que estábamos todos en casa. Bueno, todos no. Mariel no estaba.
Tenía veintidós años cuando me dijo que había decidido irse a vivir con ese chico, el novio. No había nada que yo pudiera hacer más que aconsejarla y rezar para que le fuera bien, para que no se equivocara y para que, por sobre todas las cosas, fuera feliz. No lo conocía demasiado a él así que tenía que confiar en el buen juicio de mi hija. Los hermanos tampoco estaban muy convencidos y en el lenguaje propio de los jóvenes le habían dado sus opiniones. Ella, claro, no escuchó y se fue igual. Nunca supimos como le había ido porque no la volvimos a ver. Cinco largos años, pensé.
La tormenta se hacía más intensa y empezaron a caer algunas gotas. Decidí entrar el auto al garage por temor a que cayera granizo. No podía encontrar las llaves. Busqué en el living, en la cocina y en mi cuarto. Finalmente las vi, bajo la mesa del comedor. Me apresuré a la puerta principal porque el viento era cada vez más intenso. Cuando abrí, la vi. Estaba acurrucada en el piso en el porch de entrada. Apenas la pude reconocer. Era mi nena: rubia, delgada, hermosa y cubierta de lágrimas.
La ayudé a incorporarse porque parecía muy débil. Entre sollozos me dijo que había roto la relación con su novio, que no lo volvería a ver y que había perdido cinco años de su vida. Como mamá tenía mis esperanzas puestas en una carrera brillante para ella, que era brillante. Nada de eso había sucedido. Conteniendo el llanto me contó que había desperdiciado su vida. No tenía un empleo fijo, había abandonado la facultad y básicamente no tenía idea de qué hacer con el resto de su vida y ya cumplí veintisiete años, me dijo llorando.
Mi primer impulso fue contenerla y decirle que todo iba a estar bien, que sus hermanos y yo misma la ayudaríamos a salir adelante pero conocía muy bien a mi hija. Entonces le dije:
-¿Dónde pensas vivir? Le hablé en un tono neutro como si le hablara a un extraño.
- Pero, má, ¿cómo me preguntás eso? Sabés que no tengo dónde- me contestó convencida de que la respuesta era: en casa.
Ya era de noche y el cielo se iluminó con un rayo al tiempo que se escuchó un estrepitoso trueno.
- Soy tu madre y quiero lo mejor para vos- le dije como preámbulo de una especie de acuerdo tácito- Quiero que sepas que, si tu idea es volver a casa, hay ciertos asuntos que tenemos que aclarar.
Los ojos color miel de Mariel se endurecieron pero me dijo que estaba dispuesta a escucharme y a seguir todos mis consejos. Le hablé de la responsabilidad de vivir como una adulta en una casa donde todos trabajaban y estudiaban o las dos cosas. Le dije también que debía comenzar a buscar un empleo y que mientras lo conseguía se ocuparía de organizar las tareas de la casa y las comidas para todos los demás. La alternativa, aclaré es buscarte otro lugar para vivir.
Mi hija me escuchó pacientemente y prometió adaptarse a los horarios de la casa. Reconoció y lamentó haber vivido todos estos años sin el anhelo de progresar u obtener logros propios. Sé que fueron sólo palabras pero fue un comienzo.
El cielo comenzó a despejarse. El color de las nubes ya se había aclarado y viajaban rápidamente hacia otros destinos. La tormenta había pasado.