sábado, 21 de noviembre de 2009

Sabor amargo

La primera vez que lo vi estaba desaliñado y usaba un vaquero desgastado y sucio. Sus ojos tristes azul cielo pedían atención, ayuda, contención. A pesar de sus cortos trece años tenía un prontuario digno de cualquier delincuente de oficio. En su entrada número sesenta a la comisaría ostentaba haber robado una motocicleta a mano armada.
Hace escasos tres meses que trabajo como psicóloga para un centro de rehabilitación del conurbano y el caso de un adolescente perturbado y drogadicto había caído en mis manos. Antes de hablar con él me aseguré de conocer al detalle toda la información que me proporcionaba mi colega y especialista en casos como ese. A las tres en punto estaba sentada en mi oficina esperando a Fabio, mi paciente recién llegado al establecimiento. Se abrió la puerta de la oficina y lo vi. Estaba abatido, posiblemente sin haber dormido en toda la noche y encima, pensé, con el amargo sabor de la abstinencia. Escoltado por dos empleados del centro se aproximó a mi escritorio. Les pedí que nos dejaran solos a sabiendas de la peligrosidad de mi paciente.
Intenté que me mirara a los ojos sin éxito y entonces opté por comenzar a hablar de música para tratar de captar la atención del niño. Cuando mencioné un grupo de rock pesado, me miró. Al parecer le llamó la atención que conociera a esos músicos, yo que soy una vieja de treinta y pico. Y rompió el silencio:
- Me voy a escapar, no te gastes- me dijo como si opinara sobre el tiempo.
No reaccioné y seguí hablando como si nada. Entonces se puso a mirar al suelo y pateó la silla del escritorio despacito. Le hice un par de preguntas pero no me hablaba. Llamé a mi asistente y le indiqué que se llevara al paciente. Lo vi ponerse de pie, su cabeza colgando como si le pesara y movía todo su cuerpo como protestando por estar allí.
Me quedé sola, leí y re-leí el informe de Fabio. Estaba acusado de haber rociado con nafta a otro chico de trece años y de haberle prendido fuego. Me pregunté si toda la psicología alcanzaría para revertir un caso como éste.
Intenté llegar a él en varias sesiones más. Nunca me habló y lo vi sentirse cada vez peor, se le notaba en la cara. Necesitaba aspirar nafta, me dijo, ¡nafta!
Una tarde que lo esperaba no llegó. Recibí en cambio un llamado telefónico que me decía que Fabio se había escapado.
Entonces empezó una persecución policial. El llamado de un vecino alertó a la policía sobre su posible paradero. Los efectivos montaron un operativo en una casa en Luján. Cuando ingresaron Fabio no estaba solo, lo acompañaba un amigo y estaban aspirando droga, la droga de pobres. Al verse cercados se entregaron. Fabio y su amigo retoman su camino de vuelta al centro de rehabilitación.

Y son las tres de la tarde y el nene de trece años de ojos azul cielo entra en mi oficina una vez más. Lo miro, me mira y me dice:
- Viste que me escapé y me voy a volver a ir, vas a ver.
Intento empezar el diálogo y que me cuente y lo único que me dice es que necesita aspirar nafta, pronto, nafta, me dice.